sábado, 5 de mayo de 2012

Posted by Jimmy Cabrera On 1:07 0 comentarios

EN CONSTRUCCION

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LA TRADICIÓN DE SAN FRANCISCO








LEYENDA DEL INDIO CANTUÑA


Hay en mi vieja y original ciudad de San Francisco de Quito, la capital Shyri, una iglesia pétrea, antigua, de estilo primoroso, con altas torrecillas en forma piramidal. El gusto arquitectónico de su fachada, es al decir de los entendidos, ecléctico.

Aquel templo colonial, levantado a impulsos de la fe, es un prodigio de arte; con su severidad y su aire de misterio. Al frente del templo, está el prodigio del atrio, y luego la plaza, extensa y desmantelada.
Hay una tradición popular y nebulosa a cerca de cómo se construyó el mencionado atrio...

Elevado como tres metros del nivel de la plaza, de piedra maravillosamente acomodada, es una joya y un encanto. Anchísimo, (de unos 15 metros de latitud por 80 de longitud) y amplio, está limitado por "repecho sólido y elegante", tallado con admirable ingenio. Enormes esferas de piedras se destacan sobre el atrio, airosas, y tres series de gradas conducen hasta la parte superior de él. Las dos laterales miden, la una como veinte o más metros de largo; y dos, la opuesta. Al centro, se destaca una magnífica media naranja, prodigiosa y elegante. Y más allá se distingue, como visión señorial y austera de los tiempos feudales, la fachada sobria de la iglesia. La obra es casi sobrehumana; de ahí que la fantasía popular haya dispuesto alrededor de la edificación de este milagro de arquitectura una leyenda bella y rara, que bien se acomoda al espíritu fantaseador de los quiteños.

Lentos corrían los tiempos monótonos de la colonia. Un indiano llamado Cantuña, impulsado quizá por la sed de oro o el ansia de grandeza, acometió la singular locura de firmar solemne compromiso para construir el atrio grandioso. Terminaba ya el plazo; y la obra estaba a la mitad. Con el esfuerzo humano era imposible acabar la construcción en el tiempo sobrante aún. Loco de dolor, jadeante, consumido por la fiebre y por los temores, Cantuña se debatía en su estancia: faltaban dieciocho horas para vencerse el plazo.

Los sueños de dicha, de grandeza que alimentara el pobre indiano, se iban abajo ante la realidad terrible. Pronto debería estar sumido en las tinieblas de una cárcel; con el sarcasmo de las gentes encima. El orgullo innato en el indio le devoraba.
Moría la tarde lujuriosa en un crepúsculo de fuego. Las campanas de las escasas iglesias llamaban con sonoridad a la oración de la tarde; flotaba un aroma campesino y puro. Desiertas iban quedando las callejas, tortuosas y sin empedrar. La poca gente se dirigía al templo, o, presurosa, a encerrarse en el hogar.

Cantuña veía danzar en rededor de la estancia sumida en penumbra formas extrañas y diabólicas. Jadeante, ansioso, el mísero recorría a largos pasos la habitación. No le valían ni los rezos ni las súplicas al cielo. Creyó distinguir una voz misteriosa que le exhortaba a implorar remedio a Dios: y así lo hizo. Conforme iban saliendo de su boca las palabras de la oración, un bálsamo inefable de consuelo parecía descender sobre él. Acabada la plegaria, Cantuña se dirige a San Francisco. Secreta esperanza le dice que el Señor ha atendido su ruego, mandando que la obra se concluyera. Por un ángulo de la plaza, envuelto en amplia capa, apareció Cantuña. Sus ojos creyeron vislumbrar obreros divinos que daban la última mano al atrio gigantesco. Palpitó su corazón de gozo; y la oración de gracia brotó ferviente de su pecho. Y vio luz, mucha luz... Pero la visión alegre se esfuma ya ...La regresión a la realidad fue rápida ¡Se había engañado!... La irá salió de su corazón; y la blasfemia vibró por el espacio...

Pero ¿qué era aquello? ¿Otra vez se engañaba?

De entre los hacinamientos de piedras salía un personaje misterioso, envuelto en manto rojo, su rostro estaba negro, sudoroso; sonrisa enigmática se dibujaba en la boca enorme.

Calzaba botas retorcidas y también rojas: poco a poco, el fantasma se acercaba al estupefacto indígena.

- Cantuña, le dijo, sé cuál es tu dolor; sé, que mañana serás desgraciado y maldito. Pero yo puedo consolarte en tu aflicción. Antes de que asome el alba, el atrio estará concluido; tú, en cambio, firmarás hoy este contrato. Soy Luzbel; y quiero tu alma. ¿Aceptas? Di.

El indio no vaciló:

- Acepto. Pero si al rayar el alba, antes de que se extinga el sonido de la última campana del Avemaria, no está concluido el atrio; si falta una piedra que colocar, una sola, óyelo bien, el contrato será nulo.

- Hecho. Firma el documento, contestó el demonio.

Y poco después, azorado y maldito, volvía el triste
Cantuña a su vivienda. Lágrimas abundantes corrían por el rostro bronceado del indiano. Ferviente imploró al cielo perdón por su culpa y remedio para su alma...
Y al siguiente día, cuando empezaba a romper el alba, Cantuña se dirigió presuroso, a San Francisco.

La obra estaba al concluirse; millones de diablillos rojos cruzaban como lenguas de fuego, por el espacio, atareados en la construcción del atrio, que majestuoso se alzaba... Y la pobre alma del indígena, estaba ya perdida. Una oración, la última, llena de fe y de penitencia, salió de sus labios. Luzbel reía.
Pero el día asomaba. Un pálido color violeta empezó a cubrir el firmamento; tornaban a cantar los gallos: el sol se desperezaba ya tras del Ichimbía.
El indio, afligido, contemplaba el espectáculo. El atrio estaba por concluirse. Luzbel reía.

Lentas, graves y consoladoras sonaron las cuatro campa¬nadas, heraldos de la aurora.
- ¡Victoria!, rugió Luzbel.
- ¡Victoria!, exclamó el criollo. ¡Falta una piedra!

En efecto: un bloque, uno solo, faltaba aún. El alma de Cantuña se había salvado...
Satanás, maldiciendo, se hundió en los infiernos, con sus secuaces.

El alma del atristado indiano estaba libre; y, como evocación prodigiosa, el atrio se alzaba, solemne, a las miradas de los creyentes quiteños.







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